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Salamandra Vol. 5

Volumen 5

(Salamandra. Número 4. Septiembre – Octubre. 2008)

 
 
Literatura
 
 
DISTANCIA / Álvaro Solís


Fuimos bajando hasta el fondo
por las calles del puerto. La noche
remaba en el abismo de los ojos.
Jorge Fernández Granados
 
 
 
 ***
 
Morir en su boca / Xquenda
 
 
Tengo ganas de morir en su boca
de respirar su aliento
de que sus manos recorran mis piernas
y me abran los labios,
los separen,
y de que sus dedos recorran
la humedad de mi sexo.
 
Tengo ganas de que me apriete en sus brazos
y me bese los senos
que su lengua humedezca mi lengua
que mis ojos se miren a través de sus ojos.
 
Tengo ganas de quitarle la ropa
de construir un instante
donde no quepa nadie más que nosotros
donde no haya pasado
Ni futuro inmediato.
 
Tengo ganas de bebérmelo a besos
De apretarme a su cuerpo como niña chiquita
Tengo ganas de verlo…
 
P.D Aunque fuera de lejos
 
 
 
 ***
 
2)  Descripción ficticia/ Narciso Serrano    
 
 
Donde reinan las sombras
 
Matilde no quiso voltear para ver qué había detrás de su espalda. Sabía de sobra que ese “alguien” estaba ahí, observándola calladamente. No tenía caso tratar de verla con mayor detenimiento pues muchas veces la había visto. No podía percibir sus rasgos pues no los tenía claros. La primera vez fue algo espantoso pues desapareció en un santiamén. Tanto fue el terror que se echó a correr para esconderse bajo la falda de su mamá. Apenas tenía cuatro años y ya enfrentaba los horrores de lo desconocido.
Y es que estaba en medio de un lugar en el que por años se dijo que había adoratorios de los antiguos ancestros. Ahora era conocido como San Gabriel Mictlantepec. Su abuelo Nicasio le contaba de todos las figurillas de barro mezclados con huesos que ellos habían encontrado por toda la ladera del cerro. Mucha gente llegó a este lugar con la esperanza de encontrar tesoros ocultos, pero nadie fue capaz de encontrar nada y pronto se fueron. Sólo su abuelo encontró esta choza donde ahora vivía Matilde con sus padres Josefa y Teófilo y su abuelo Nicasio, que ya estaba ciego.
Decía su abuelo que cuando salió del pueblo donde nació, ya con quince años a cuestas, llegó a este lugar sin proponérselo. Iba con él su abuela Eufrosina, con sus catorce primaveras y un embarazo de seis meses. Iban huyendo del castigo de los padres de su novia. Llegaron a un cerro, del cual se contaban leyendas, en las que decían que era un lugar donde las almas de difuntos de otras épocas vagaban todavía de noche. Los jóvenes Nicasio y Eufrosina, se sorprendieron que en una ladera poco visible, existiera una humilde choza. Dirigieron sus pasos hacia ella y cuando atravesaron el umbral tuvieron la plena seguridad de que ahí no vivía nadie. Eufrosina, no quiso buscar más, estaba al tal punto agotada por la caminata que dijo quedarse ahí hasta ver si alguien llegaba. Y nadie lo hizo a lo largo de muchos años.
Aún recuerda cómo era la choza en esos días, y su abuelo le decía que no había cambiado nada con el paso del tiempo. Habían cambiado él y Eufrosina, se habían ajado el rostro con arrugas y se habían llenado de hijos, pero la choza seguía siendo la misma.
Su techo de dos aguas se conservaba entero, cuando llovía no se colaba ni una sola gota de agua. A pesar de tener una apariencia exterior pequeña, por dentro era todo lo contrario. Dentro de sus paredes se podían refugiar veinte personas con cierta comodidad y todavía quedaba espacio para algunos animales. Siempre le sorprendió ese efecto, más no se preguntaba a qué se debía. Sus paredes de una mezcla de carrizo y lodo, todavía conservaban la cubierta de cal que originalmente le echaron. Adentro, era sorprendentemente agradable, pues cuando hacía frío afuera, en el interior, un rico calorcillo cubría sus cuerpos. Y al contrario, cuando eran los días de verano y un bochorno se encerraba en todas las demás chozas de la zona, en la suya un clima fresco era la bienvenida que recibía a Nicasio cuando llegaba de terminar las labores del campo.
Lo mejor de todo, es que a su alrededor siempre se conservaba la vegetación verde, a pesar de que en invierno, los demás cerros se vestían de un tono ocre pálido. Era la época que la pequeña laguna que abastecía al pueblo más cercano sólo conservaba el mínimo de agua. Pero ellos no tenían problema alguno pues a unos veinte pasos tenían una noria que era suficiente para atender todas sus necesidades.
Nicasio siempre se consideró afortunado al encontrar esta choza. En realidad no tuvo que poner ni hacer nada. Quizá sólo una buena remozada le hacía falta, pero hasta ahí. Los morillos que sostenían la casa estaban fuertes, no estaban picados como podía suponerse de una choza que tenía años de haberse construido. El sencillo mobiliario se componía de dos sillas de una madera que por los años de uso parecía haberse hecho más resistente. En la pared que da al cerro, estaba una cama hecha de tiras de madera reforzadas con mecates que no estaban podridos. Cuántas noches no colmo de ardores a Eufrosina ahí hasta la madrugada. La humilde cocina era de barro, con un tronco en cada esquina, que de tan negra casi no se veía por la penumbra que reinaba en la choza, a no ser que abrieran una sencilla ventana que dejaba ver una vista hermosísima del lugar de donde habíansalido huyendo. Entre dos peñas se divisaba el pueblo de su infancia. Ahí estaban los angustiados padres de Nicasio y los furiosos de Eufrosina. Pero de ese rencor, hace años se habían olvidado. Los nietos hicieron el milagro de reconciliar a los hijos desobedientes con sus familias.
Matilde no se cansaba de oír a su abuelo cada vez que se lo decía. Quería creer que en ese lugar nada malo podía suceder. Don Nicasio nunca se preguntó si haber encontrado ese sitio abandonado tenía un costo. Matilde desde pequeña supo que nadie más que ella podía pagarlo, que le tocaba recompensar a ese “alguien” por tener un techo donde resguardarse. A sus ocho años tenía la certeza de que no estaba sola con sus padres y su abuelo. El porqué ella era la única que percibía a esa persona y a otras más, no lo sabía. Muchas veces trató de decirle a su mamá de lo que le pasaba, pero ella la tachaba de loca. Que si seguía con esas cosas la llevaría con el cura del pueblo para que le sacara los espíritus que la hubieran poseído. La sola idea de que alguien extraño a ella, se hubiera apoderado de su cuerpo la aterraba. Se aguantaba el miedo y ya no decía nada. Su mamá entonces dejaba de asustarla, segura de que debía de calmar las angustias de su pequeña. No sabía hacerlo de otro modo.
Era cuando corría con el miedo persiguiéndola hasta su modesta cama. Se acurrucaba lo más que podía en la esquina, como queriendo encontrar en ella una seguridad que su madre le negaba. Su corta edad le hacía sentirse como un conejo que al menor ruido saltaría despavorido hacia su guarida. Odiaba sentirse de esa manera, por eso ansiaba con todas las ganas que podía albergar su diminuto cuerpo, ser ya un adulto. No sentir el temor que venía cuando llegaba la noche. Sus ojitos del color de la obsidiana se perdían en las sombras que a diario visitaban su hogar. Ese indefinible ser se aposentaba sin faltar ni un día a los pies de su cama. Ella se quedaba paralizada, ni siquiera tenía fuerzas de gritar, sólo se quedaba muy quieta, se cubría de pies a cabeza, de vez en cuando se descubría los ojos, para tan sólo ver por un agujero de la sábana que ese ser que nadie más veía, seguía silenciosa su guardia.
Al llegar la mañana podía respirar tranquila, descubría que ya no había nadie más acompañándola en su sueño, que por cansancio la vencía. Su mamá suplía el lugar de ese fantasma y llegaba a apurarla para arreglarse y empezar las labores de la casa desde muy temprano, aún antes de que saliera el sol.
Entonces se levantaba para quitarse los restos de sueño que aún habitaban sus ojos. Sus negros y lacios cabellos se sometían el esforzado paso del peine de madera que, como arado, abría surcos entre los mechones de cabello desaliñado. Sus manitas, que eran como recién nacidas mariposas, revoloteaban hasta juntarse, formando una pequeña coleta, que la dejaría ver y trabajar durante el día. Darle de comer a las gallinas, a los cerdos y ayudar a su papá en el campo eran sus ocupaciones principales. Nadie pudiera imaginarse que no le costaba seguir el ritmo agotador de la jornada, a pesar de su menuda apariencia. Sus delgados brazos escondían una fuerza inusual para una niña de su edad. Lo mismo pudiera decirse de sus piernas, que no se doblaban tan fácilmente y podían estar en movimiento todo el día, sin que se le notase el menor asomo de cansancio. Su piel morena de por sí, se tornaba aún mas cobriza con las interminables horas expuesta a los quemantes rayos del sol. Lo único en ella que denotaba debilidad, era su mirada. Una fragilidad de azucena brotaba desde el interior de su alma. Ahí era completamente la niña que su edad le decía.
Su madre, antes de dejarla partir a realizar sus labores, le realizaba una especie de limpia con un objeto que guardaba celosamente en una bolsa de tela roja, que volvía a poner reverencialmente detrás de la imagen de Jesucristo, en el humilde altar de la casa. Nunca su padre sintió la curiosidad por preguntar porque hacía esto. Suponía que no le estorbaría a la niña algo de ayuda extra durante el día. Y esa era la costumbre de todos los días. Sin faltar ni uno sólo. Cierta vez, Matilde le preguntó a su madre qué guardaba la bolsa. Por respuesta, recibió una inesperada bofetada. No debía demostrar curiosidad por saber en las cosas sagradas, "eso mata la fe", le decía.
Una noche en que la visita de siempre llegaba, ella no pudo dormir tan enseguida como en otras ocasiones. Estuvo despierta hasta el momento en que el espíritu decidía terminar su muda guardia y salía de la casa, atravesando la puerta de carrizos, sin abrirla siquiera. Tuvo un momento de valentía y quiso seguirla, cuando notó que su madre se levantaba primero de la cama, donde su padre dormía profundamente. Matilde no podía saber por la oscuridad reinante, si su madre estaba despierta o hacía las cosas, aún dormida. Los rayos de una luna llena, iluminaron el rostro de Josefa y Matilde se dio cuenta que ese objeto que guardaba tan celosamente lo mantenía prisionero en su regazo. Josefa salió de la choza vestida con un raído fondo de cuerpo entero, que hacía años imploraba ser remendado. Matilde esperó un momento, para enseguida levantarse también y salir. Lo que vio la llenó de asombro. El cerro que durante el día estaba vacío, en esta ocasión pudo ver cómo centenares de sombras y lo que ella imaginó como luces de luciérnagas, subían la ladera del cerro hasta llegar a la cima. Su madre encabezaba esa increíble pero silenciosa procesión.
Matilde, en su curiosidad, subía atropelladamente. Cuando al fin lo logró supo que su vida cambiaría totalmente. Ahí, en una especie de altar, estaba Josefa, con el misterioso objeto, manteniéndolo izado por arriba de su cabeza, como en una especie de ofrecimiento a antiguos dioses. Sus ropas de mujer humilde se habían transformado en los de una sacerdotisa azteca. Con especial cuidado, sacó al objeto de su funda carmesí y Matilde entonces pudo ver que era un idolo de barro, y a duras penas distinguió que la cabeza del dios era una calavera, ataviado con una penacho de plumas y lo que parecían serpientes. Las sombras entonces hicieron una especie de reverencia. Un ritmo de conchas y flautas inundó el ambiente, con notas lánguidas e hipnóticas, mientras Josefa mostraba el dios a los cuatro lados del universo.
Matilde no sabía que hacer ni que pensar. El terror no le dejaba espacio para actuar. Josefa mientras tanto, urgaba entre sus ropas y sacó un cuchillo de obsidiana. Era el momento de hacer un sacrificio, cuando ella dirigía el filo del arma hacia una de sus muñecas, un grito interrumpió la ceremonia. Era Matilde que al verse sorprendida por la sombra que todas las noches la visitaba, no pudo contenerse al descubrir el rostro de la muerte misma. Josefa, al ver que se trataba su hija, la llamó. Había llegado la hora de alimentar al dios, como lo habían hecho su madre y sus hermanos. Matilde tenía que tomar su lugar y completar la ceremonia. En una sola noche se convertiría en el adulto que tanto había deseado. Moriría la niña y nacería la sacerdotisa. Para Josefa el tiempo había terminado. No cabía la curiosidad infantil en cuestiones sagradas.
 
FIN
 
  
 ***
 
 
 
 Cultura Alternativa
 
 
OLOR Y SABOR
 
 
            El mercado es una de las expresiones más importantes en la cultura indígena y popular. Uno de estos es el Mercado Benito Juárez de Oaxaca, donde podemos encontrar mujeres indígenas que aparecen con sus huipiles coloridos, en él se encuentran más de 700 puestos. En el recorrido de este mercado podemos encontrar vendedores que expenden frutas, verduras, piezas de barro, ropa y una gran variedad de artículos que resulta realmente fascinante. La vista y el paladar se recrean ante la profusión de mercancías.
En este lugar se admira la típica cerámica verde de Atzompa, el barro negro de Coyotepec , los sarapes de lana de Teotitlán , la cuchillería con inscripciones, los machetes de un especial temple , los juguetes de barro , huipiles y textiles teñidos en diversos colores, cestos, anillos, encajes e infinidad de objetos de la variada artesanía oaxaqueña.
Caminando por el mercado podemos encontrar a mujeres cargando canastas con los famosos chapulines fritos, que puede servir como botana, las típicas bebidas como el tejate(hechas de cacao, maíz agua de rosas), las aguas hechas de chilacayota, sandía, guanábana, entre otras. Las ricas nieves para degustar en sus diferentes sabores: Leche quemada, mamey, beso de ángel, rosas, chicozapote, beso oaxaqueño, entre otros. Un sinfín de maravillas que podemos encontrar.
En el Mercado se crea una atmósfera típica de la región, una música que habla de todos los personajes que habita en ella, los coloquialismos, la frases que derraman los paisanas como ”pásale marchanta”, “güerita pruébalo”.
Ante todo esto no puedo olvidarme de las TLAYUDAS, las blanditas comúnmente dichas a estas ricas tortillas grandes y delgadas, con un sabor a tierra fresca, étnica. Las podemos comer con frijol molido, quesillo y una sabrosa salsa oaxaqueña.
Es por eso que la vida cotidiana del espacio oaxaqueño puedo encontrar grandes ocasiones, espacios, en los cuales se vive la tradición.
 
 
 
 ***
 
 
Árbol genealógico
 
 
El diario vivir de las mujeres afganas
 
En esta sociedad islámica tan extremista, el índice de suicidios entre mujeres ha incrementado significativamente ya que no puede encontrar la adecuada medicación para tratar tan severas depresiones y prefieren acabar con sus vidas. Las casas en donde haya mujeres, deben tener las ventanas pintadas para así no ser vistas nunca por transeúntes. Deben llevar zapatos silenciosos para no ser oídas. Las mujeres viven temiendo por sus vidas por la mínima conducta inadecuada. Como no pueden trabajar, aquellas sin familiares varones o sin maridos se están muriendo de hambre o están mendigando en las calles, incluso las que tienen doctorados. Casi no hay ayudas médicas para mujeres y la mayoría de los voluntarios, en protesta, han abandonado el país, llevando medicinas, psicólogos y otras cosas necesarias para tratar las depresiones tan profundas que sufren las mujeres.
En uno de los pocos hospitales para mujeres, un reportero encontró cuerpos casi sin vida encima de las camas, envueltas en su burqua, sin ganas de hablar, ni de comer, ni de hacer nada, simplemente están dejando pasar la vida lentamente. Otras se han vuelto locas y se encontraban agachadas en las esquinas, balanceándose continuamente o llorando, muchas de ellas por miedo. Cuando se acabe el poco medicamento que le queda, un doctor tiene pensado dejar a estas mujeres delante de la residencia del presidente como una forma de protesta pacífica. Los hombres tienen poder absoluto sobre la vida y muerte de sus familiares de sexo femenino, sobre todo de sus esposas. Incluso los grupos de hombres enojados tienen derecho a apedrear o golpear a una mujer, a menudo hasta la muerte, por exponer un centímetro de su carne o por ofenderles mínimamente.
 
Fragmento. Afganistán de mata. Pág. 1 - 2
Rawa. 2001. www. e- libro.net
 
 
 
 

Habíamos encontrado muchas luces en la selva,
pero perdimos el camino de regreso a casa.
Oscuridad por todas partes, sólo luces ululantes, voladoras,
algunas encerradas en nuestros frascos de mayonesa.

La noche se fue cerrando sobre nosotros
ocultándonos unos de otros. Las luces atrapadas languidecieron,
avanzada la noche nuestra casa estaba más lejos cada vez que respirábamos.
Parados en medio de la selva oscura, dijera el florentino,
esperábamos el amanecer que estaba a diez horas de distancia,
y la selva rujia mientras tanto,
y quebradizos aleteos de lechuzas coronaban nuestro miedo.
—No se alejen demasiado, advirtió mi padre,
pero seguimos nuestra vocación de nunca hacerle caso.
No había camino de vuelta, estábamos ahí para la noche,
sus negras raíces fecundaban la tierra.

¿Cómo pudo la luz emboscarnos en la nada?
Habíamos encontrado muchas luces en la selva,
pero perdimos el camino de regreso a casa.
Marcando el paso de lo incierto...  
   
Salamandra 0  
  "Que las palabras no mueran permanezcan inmersas en el perpetuo movimiento de las letras".

Editorial
 
Salamandra 1  
  "Y otra vez comienza la batalla, cuando una palabra se incrusta armada".

Editorial
 
Salamandra 2  
  "La palabra es silencio, ausencia;
el arder de una ola que cae".

Editorial
 
Salamandra 3  
  "Se atan los signos en la calle, en el puente, en el parque...
!Cuanto camino¡ siempre veo un lenguaje distinto".
 
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